¿Qué es la cultura?, preguntó el ingenuo. Un jardín sin letrinas, respondió el ingenioso. Gracias a esta visión beatífica de la cultura, hemos construido un mundo capitalista que exuda transparencia, empoderamiento, autenticidad y humanitarismo. Los lenguajes que utilizamos para hablar de nosotros m...
¿Qué es la cultura?, preguntó el ingenuo. Un jardín sin letrinas, respondió el ingenioso. Gracias a esta visión beatífica de la cultura, hemos construido un mundo capitalista que exuda transparencia, empoderamiento, autenticidad y humanitarismo. Los lenguajes que utilizamos para hablar de nosotros mismos nos convierten en una suerte de ángeles de la democracia. Y ello sin que, al tiempo que nos concebimos culturalmente en un espejo tan favorecedor como el de la igualdad y la diversidad, dejemos de actuar como criaturas interesadas que trabajan, consumen y, en definitiva, practican los rituales del turbocapitalismo. Esta tensión entre nuestras dos almas apenas es hoy un eco apagado que no levanta ninguna sospecha. Es como si cultura y capitalismo, enemigos históricos durante mucho tiempo, se hubiesen fusionado en el nirvana del culto al yo, se decline este en la mediocridad de los intereses o en la sublimidad de los sentimientos. Frente a esta antropología un tanto pazguata, cabría insistir, con Bernard Mandeville, el deslumbrante autor de La fábula de las abejas, en que no podemos ser inocentes en sociedades prósperas. Es decir, que el idealismo moral, incluso el propio de democracias subyugadas por la religión de la cultura, el activismo sentimental y la prédica del empoderamiento, no halla cabida en unas rutinas y actividades sociales pautadas por los vicios privados que engrasa el capitalismo.
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