Hace unos años creímos que España era un país rico. Que teníamos el sistema bancario más saneado del mundo, que estábamos alcanzando a nuestros vecinos del norte en nivel de vida y renta per cápita, incluso que les llegaríamos a superar. Nos veíamos avanzando por un prometedor sendero rodeados por m...
Hace unos años creímos que España era un país rico. Que teníamos el sistema bancario más saneado del mundo, que estábamos alcanzando a nuestros vecinos del norte en nivel de vida y renta per cápita, incluso que les llegaríamos a superar. Nos veíamos avanzando por un prometedor sendero rodeados por miles de grúas, montañas de pisos, flamantes aeropuertos, vías de AVE y aun más pisos y filas de adosados. Y allí, en el horizonte, justo al alcance de nuestra mano, el oasis del pleno empleo. Fue entonces cuando España decidió que sus ciudadanos merecían un derecho más: el de recibir atenciones si algún día la edad o la enfermedad les hacía necesitar de ayuda para hacer aquello que casi todos hacemos por nosotros mismos. Pero no sería un «derechillo» más, ¡No señor! Éste sería subjetivo, universal y se convertiría en el cuarto pilar del estado de bienestar, al lado de la sanidad, la educación y las pensiones. O sea, sería, para todos: ricos y pobres, altos y bajos, catalanes y asturianos? Sería caro pero ¡Qué narices!, nos lo merecíamos y nos lo podíamos permitir. Nuestros gobernantes, que sabían que de verdad no éramos tan ricos, que el oasis era un espejismo y que crear ese nuevo derecho saldría demasiado caro, decidieron que, a pesar de todo, sacarían adelante l proyecto y en el proceso, nos engañarían a todos.
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