«Me dejé llevar por una fantasía: observando el rostro de un desconocido cualquiera,
en la calle, en un café o en un lugar muy concurrido, es posible construir una historia
sobre un fragmento de su vida.»
«Nació para observar el mundo con asombro», escribe Sait Faik Abasiyanik sobre uno
de sus muchos dobles que aparecen en estas historias, «asombrarse sin entender nada. Andar por las calles, ver y no ver lo que hace la gente».
Un flâneur incorregible: así era Sait Faik, uno de los más grandes escritores turcos del siglo.
Tras estudios irregulares, un puñado de años en Francia, débiles intentos, siempre
infructuosos, de resignarse a cualquier profesión, el holgazán ávido de «amar a la
gente» no hizo más que sumergirse en la bulliciosa y miserable existencia de los
cosmopolitas barrios de Estambul, y observar con avidez, con los ojos siempre un
poco brillantes debido al exceso de raki, no solo a los seres humanos —en particular, le atraen ciertos «chicos de la vida», aunque casi nunca encuentra el valor para acercarse a ellos— sino también a los perros, los pájaros, los peces, el cielo, el mar, los tranvías, las barcazas, los taxis…
Aquí es donde, entre tabernas, prostíbulos, pastelerías y pequeños hoteles, deambula
y bebe a lo largo de su corta vida, hasta que muere de cirrosis hepática a la edad de
cuarenta y ocho años. Sin embargo, este holgazán irreductible se las arregló para seguir su vocación literaria con una tenacidad indomable y trazar en sus historias, pincelada tras pincelada, un fresco lírico y conmovedor de la Estambul de la primera mitad del siglo.